El día de los ñoquis

Una vieja copla decía que a los niños que nacen de mañana les gusta la manzana. Y que a los que nacen de noche le gusta pasear en coche. Vos naciste una mañana cuando todavía era de noche. Exactamente a las 5:15 de un 29 de julio muy, pero muy frío, y todavía no había amanecido. Fue en un hospital helado y vacío; en varias ventanas faltaban los vidrios. Todo estaba oscuro, frío y triste. Salvo papá y mamá, que caminaban de una punta a la otra de un largo pasillo, con los nervios de punta y el corazón latiendo a mil por hora. Los pastores también estaban ahí, casi tan nerviosos como ellos. Entonces, de pronto, escuchamos tu voz. Lloraste un llanto dulce, pero intenso, anunciándole al mundo que ya estabas aquí. Y papá y mamá se miraron, se abrazaron y también lloraron. En ese instante supieron que eras su hijo, y que nunca nadie los iba a poder separar de vos. Nos contaron que saliste con los brazos hacia delante, como nadando. Enseguida te lavaron, te vistieron con la ropita que mamá había llevado para vos y te pesaron junto a una estufa de cuarzo. Te envolvimos con mantas, un acolchado de cuna y la campera de papá. Vos nos miraste con esos enormes ojos negros, profundos como la noche, y nos derretimos de amor. Eras hermoso, muy peludito, con las mejillas hinchadas y coloradas como dos manzanitas. Al rato, ya estabas tomando tu primera mamadera. Habías nacido el día de los ñoquis y tenías hambre.

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